CRÓNICA, PODCAST, FOTOGRAFÍA, ARTE, TRANSMEDIA

16.6.14

Buscando a Railowsky, por Jose Luis Jover

BUSCANDO A RAILOWSKY, de José Luis Jover, se imprimió en octubre de 2010, al cumplirse el primer cuarto de siglo de la LIBRERÍA RAILOWSKY, de Valencia, España, en una edición no venal. El relato llegó a Colombia en los fondos del equipaje de un fotógrafo en la diáspora económica. Revista Corónica lo recupera con autorización del autor. 

Por José Luis Jover  



Este relato verídico está dedicado a J. P. F. de M.

I

Hasta hace unos años ignoraba que existiese una librería llamada Railowsky. Me la encontré por casualidad una tarde en que paseaba mi feliz jubilación por la calle Grabador Esteve, al poco de instalarme en Valencia. Vi el rótulo de lejos, encima de un escaparate de libros: Railowsky. Me pregunté de dónde habría salido ese nombre.
El escaparate invitaba a detenerse, no ya sólo por el tipo de libros expuestos (entre los que destacaban los dedicados a la fotografía, aunque había un poco de todo, incluida alguna dulce oferta), sino por el propio escaparate, aseado pero antañón, como de antigua tienda de bobinas, ese tipo de establecimientos que aún perduran, muy pocos ya, en esta zona cara y lujosa de la Valencia modernista. Instintivamente, empujé la puerta y entré.
El local ocupaba un pequeño espacio alargado donde había tantos libros como podían caber, y, al fondo, sentado frente a su mesa, de cara a la clientela, trabajaba el librero, afilado, con gafas. Pensé si se apellidaría Railowsky.  
Me quedé un rato mirando libros. Dos o tres personas hacían lo mismo. Llegó otra y se acercó a hablar con el librero, y entonces me percaté de que por detrás de éste, a un lado, se abría una trastienda que estaba en penumbra. A su entrada se apilaban cuidadosamente unos paquetes sobre una mesita, todos iguales; uno de ellos mostraba su interior: fotografías enmarcadas. Era lógico pensar que aquel segundo espacio estaba relacionado con exposiciones de fotografía.
Me encontraba bien allí, por todo, por el aire que se respiraba y por el aire que se daba el sitio, no muy en discordancia con el del escaparate. Me pareció un lugar que tenía que ver conmigo. Sabía que volvería. Compré algo, y, al pagar, crucé apenas unas palabras con el librero. Me llevé una tarjeta de la librería. Su logotipo reproducía la silueta de un hombrecillo con sombrero, de perfil, caminando; más que caminando, dando una larga zancada; y a sus pies se repetía la misma silueta, invertida, como si el tipo anduviese sobre un espejo. ¿Dónde había visto yo antes aquella imagen?


II

Encontré la respuesta sin buscarla, hojeando un día en casa un librito de Henri Cartier-Bresson que reproduce algunas de sus fotografías más representativas, donde no podía faltar la archifamosa Derriére la Gare Saint-Lazare, de 1932, en la que, en mitad de un paisaje bastante inhóspito y anodino –un detrás de algo–, se ve, en efecto, a ese tipo dando una larga zancada, que en realidad es un salto sobre un gran charco de agua en el que se refleja.
Al verlo en aquel momento se me ocurrió, y dejé por completo de prestar atención al resto de la foto, que podría llamarse Railowsky aquel tipo –un conocido de Cartier-Bresson o algo así, pensé–, y me quedé un rato distraído con ese pensamiento, literario más que nada. En cualquier caso, de lo que no cabía duda era de que se trataba del tipo del logotipo, ma-cha-co-na-men-te, de lo cual se infería que éste, el logotipo, su elección, había respondido al deseo de los dueños de la librería de rendir su particular homenaje al maestro Cartier-Bresson y, singularmente, a esa obra suya. Satisfecho, cerré el libro.
Si no lo hubiese cerrado y hubiera seguido mirando la foto, habría podido comprobar, seguramente sonrojado, que en su parte izquierda, más allá del tipo saltando, también puede verse, reforzando lazos de amistad, un cartel con el nombre de Railowsky. Y habríamos terminado. Pero no lo hice; me puse a buscar el nombre Railowsky en Internet.
Extrañamente, nadie ni nada en el mundo parecía llamarse así, ni un conocido de Cartier-Bresson, ni una marca de galletas, ni un general bolchevique. Sólo aparecía la librería de la calle Grabador Esteve. Miré también en alguna enciclopedia y hasta pedí a un amigo que se interesase. Le sonaba un mago polaco.
Entretanto, yo ya había vuelto varias veces por la librería y adquirido cierta confianza con el librero, cuyo nombre resultó ser, descartando definitivamente cualquier ascendente Railowsky, el de Juan Pedro Font de Mora, gran persona que, pasado el tiempo, me iba a obsequiar con su buena conversación y su amistosa cercanía. No le hablé, sin embargo, hasta mucho más tarde, de mi curiosidad por el tal Railowsky ni de mis pesquisas para satisfacerla: me daba un poco de vergüen za, se suponía que yo tenía que estar informado. A pesar de todo, hubo una vez en que, no sé por qué, estuve a punto de preguntarle, sin más, que quién diablos era Railowsky. Me alegré de no hacerlo, porque poco después me trajo un regalo el azar.


III

En cualquier parte se puede producir un golpe de azar favorable, no sólo en esos lugares que podríamos llamar “propicios” (Praga o la página de un libro, diría Borges); ¿por qué no en sitios menos extraordinarios, donde no se prevé nada interesante que pueda sucedernos, incluso sitios que no nos agradan, y hasta odiosos, como la consulta del dentista?
Las he visitado con asiduidad, he pasado mucho tiempo en ellas, así que también tengo más probabilidades...
Por lo que fuere, el regalo había viajado hasta allí. Me estaba esperando en la sala de espera –mayor precisión no cabe–, una tarde de invierno anticipado, de ese invierno húmedo de Valencia, corto pero traicionero, que se filtra y se instala entre mis vértebras gastadas; una tarde de lluvia constante, de paraguas y viento, así era, la peor para mí. Tuve suerte y encontré un taxi, y, al final del trayecto, ya entrando en la plaza donde está la consulta de mi dentista, divisé el gran ventanal apaisado de la sala de espera y sus largas cortinas venecianas, azules, del azul de metileno que me aplicaba mi madre en las llagas de la boca cuando era niño. Bajé del taxi. Me dolía la espalda. Crucé la plaza. Subí a la consulta. Entré en la sala de espera. Saludé a los presentes. Me senté en una silla, acoplé en ella mi esqueleto que abomina de las sillas –de cualquier silla, sus respaldos, sus asientos; o peor, lo sillones, donde gritan mis lumbares– y me puse a esperar.
Tieso en una de esas sillas desentarseaesperar, insufribles potros de tortura silenciosa que me obligan a mantener los músculos tensos y a cambiar de postura continuamente, nervioso y atrapado dentro de mi propia incomodidad, noté al cabo de un rato que la mente se me ablandaba e iba deslizándose y adentrándose por su cuenta en un mar neurótico donde ya navegaba incontrolada entre imágenes, sonidos, sabores –de boca– y otras percepciones muchas veces vividas en la consulta del dentista, sabidas de memoria, previsibles: el grupo de personas, casi siempre mayores, como yo, sentadas en sus sillas, sus caras como la mía, poco recordables, sus bocas, la atmósfera cargada, toses lentas, lentas miradas, lentos relojes, las cinco, las cinco y media, las enfermeras, sus zapatitos sanitarios, el zumbido del torno allí dentro, el sonido del instrumental en las bandejas, las tentaciones de huida entre paraguas mojados, puertas de cristal esmerilado tras el que se ven visiones, la previsible puerta por la que antes o después tendría que entrar, la imagen imponente del sillón del dentista, sus movimientos robóticos, la luz cenital, mi boca, mi boca muy abierta... y, por fin, la invasión de un ejército de agujas, tijeras, sondas, turbinas, escoplos, excavadores y fresas de todo tipo: fresas de carburo de tungsteno, fresas de polvo de diamante: ¡fresas salvajes!
Náufrago en ese mar de fondo, acerté a agarrarme a la barcaza salvavidas que allí siempre flota, ¡la cesta de las revistas ilustradas!, y atrapé una cualquiera (nunca es una cualquiera). La abrí. Y nada más abrirla –¿quién podría acordarse?– resplandeció en una reproducción mediocre sobre un couché barato, ocupando media página, Derriére la Gare Saint-Lazare, y mis ojos saltaron de sus cuencas como dos pelotas de ping-pong sobre lo primero que vieron, ¡Railowsky!, y se quedaron un momento dando botecitos en sus letras. Sonreí. En ese momento dijo mi nombre una enfermera, cerré la revista de golpe, me levanté y la seguí. Todo fue así de rápido. Se me había borrado la sonrisa y hasta lo que me la había provocado. Entraba en otro mundo. 


IV

Lo mejor de la consulta de mi dentista de Valencia es que está situada, como bien sabe Juan Pedro, a escasos metros de su librería, circunstancia feliz que aprovecho cada vez que mi boca requiere alguna intervención para pasarme después por allí a saludar y a resarcirme de algún modo. Pero esa tarde, como otras, acabé tan aturdido y con la boca y todos sus alrededores tan anestesiados que me era imposible obtener de ninguno de sus músculos –risorio, canino, bucinador, elevadores, orbiculares, cigomáticos– la menor mueca de sonrisa que ofrecerle a nadie, por lo que no fui a la librería. De todas formas, tampoco pensaba contar nada, ni siquiera en el caso de que hubiese podido pronunciar la palabra Railowsky sin que pareciera que me estaba comiendo un plato de gachas con picatostes. Además, aquello no había terminado todavía. Al salir de la consulta seguía lloviendo. Encontré otro taxi y me fui a casa.
Por la noche, ya más telendo, busqué Derriére la Gare Saint-Lazare. La busqué no en el librito de la otra vez, sino en un viejo catálogo que sabía que tenía, donde se vería mejor, y me instalé cómodamente.
Empecé a pasar las hojas desde el principio y fui viendo tranquilamente cada fotografía. Apareció pronto. Estuve mirándola un rato. Es una foto emocionante. La conocía bien, quitando el “detalle” del cartel con el nombre de Railowsky, que está en la foto dos veces, por cierto, en dos carteles juntos, uno encima del otro, delante de una verja; en cuatro carteles, para ser exactos, puesto que también se reflejan en el charco de agua. ¡Cuatro! No me lo podía creer. Me avergoncé de no conservar el recuerdo de aquello y me acordé de este endecasílabo apócrifo: “Si pierdo la memoria, qué torpeza”. El resto de la foto no lo había olvidado: un día desapacible en un lugar donde a nadie le gustaría estar, poco menos que un vertedero, y un tipo vestido con traje y sombrero que cruza por allí; lo hace tratando de no meter los pies en el agua, y, en ese momento, un fotógrafo que merodea por la zona, tirador de élite, lo capta en el paso de baile más cómico, impregnando la foto de alegría. Otro bailarín, en dibujo moderno y esquemático, le da la réplica perfecta desde otro cartel. Al lado, en lo alto de la verja, vigila mientras descansa una pareja de pajarracos negros. Debajo, junto a una motocicleta, hay un tipo de pie, en actitud incierta. Una escalera de madera flota en el agua junto a restos de escombro. Todo se refleja y se duplica en ese gran charco luminoso. Todo menos los pájaros negros, la torreta con su reloj y los tejados de los hangares, quizá porque esta foto es también una foto misteriosa.
Pero no soy un entendido en fotografía, sólo disfruto mirando fotos. Olvido muchas. Algunas las vuelvo a disfrutar si las recupero, como ésta, que aún guardaba un secreto.


V

El acto de aplicarle la lupa a la foto no fue premeditado, lo hice más bien por una curiosidad automática, como la que me llevó a empujar la puerta y entrar por primera vez en la librería: a ver qué hay aquí. Ahora, al aproximar la lente a los carteles con el nombre de Railowsky, lo primero que observé fue el tipo de letra en que estaba escrito, una playbill, la misma –¡qué coincidencia!– de los carteles del rodeo y del “se busca” de las películas del oeste: “Se busca a Railowsky”. ¡Y tanto! Pero yo ya lo había buscado y no existía. Lo que buscaba ahora era una esquina de Praga, una línea que falta en la página de un libro, una letra.
Estaba allí, pero no se la veía. La lupa descubrió que delante de la R de Railowsky había algo –herrumbre, suciedad, no se ve claro– que tapaba algo. Sólo se veía un asomo: un pequeño trazo curvo que no parecía ser cualquier cosa, una curva que intentaba darse por aludida y que podía ser perfectamente la curva de una B, señorona distinguida que quería salir a relucir. Y lo era. Una B. La B de Brailowsky, Alexander Brailowsky, cierto pianista ruso-americano –lo sé ahora– de elegante figura y finas y virtuosas manos que se hizo famoso por sus interpretaciones de Chopin y que amenizó durante un par de décadas las veladas de muchos seguidores, también de París y su alta sociedad.
Fin. Asunto resuelto.
Railowsky es el que ha perdurado, pero el verdadero era Brailowsky, un concertista de piano nacido a finales del siglo XIX, a quien pocos recuerdan, cuya estrella declinó hace muchos años, del que no se han publicado grabaciones en el último medio siglo, resucitado del olvido, si acaso, por cierta asociación de amigos integrada precisamente por las pocas personas que atesoran las únicas grabaciones que puedan conservarse, discos de pasta, fetiches de nostálgicos. Poco más queda de Brailowsky: unos carteles anunciando su nombre detrás de la estación de Saint-Lazare, en París, en una foto tomada antes de que se los llevase el viento y la lluvia, con el nombre cambiado, qué mala suerte, anunciando a un fantasma.


VI

Deberíamos hacer algo con este Brailowsky que, aunque invisible, estuvo ahí desde el principio. Invitarle al veinticinco cumpleaños de la librería Railowsky sería una buena idea. Alguien verá la forma. También me gustaría hacerme con una copia de alguna grabación suya y guardarla de recuerdo. No parece fácil, como digo. Me han hablado de una persona que quizá me la consiga. 
De momento, he encontrado este prodigio:
Estoy viendo en la pantalla de mi ordenador el escenario de una sala de conciertos: una tarima de color negro sobre la que descansan dos grandes plintos blancos formando escalera (quizá cubista, cubismo sintético, propio del art déco). Los corona un piano de cola negro con la tapa levantada que dibuja rectas, curvas, mixtas y tangentes. Sentado frente a él, allá arriba, vistiendo chaqué negro y camisa y pajarita blancas, delgado, anguloso, Alexander Brailowsky interpreta el Gran Vals Brillante de Chopin. Los planos cortos nos muestran su figura elegante y los rasgos de su cara, una imagen que recuerda a ciertos personajes de los cuadros de Tamara de Lempicka (su marido Tadeusz, en aquel “retrato inacabado”). Sobre ese conjunto descienden unas finísimas cortinas de gasa blanca formando dos olas que acaban integrándose en otra forma ondulada del decorado, muy simple, por otra parte, pero soberbio. Más déco, imposible.
La película dura dos minutos. No sé dónde se rodó. Posiblemente en un teatro de Nueva York. O en una sala de París. Un concierto en el Ritz de París, por ejemplo. París de entreguerras, mundano y alocado, donde aquella Lempicka ruso-polaca reinó entre la nobleza y la riqueza oriental y occidental durante veinte años, antes de hacerlo en Hollywood y Nueva York. Un concierto en el Hotel Ritz, à la Place Vendôme, al que ella acudía con frecuencia desde su estudio de Montparnasse conduciendo un Bugatti verde que en realidad nunca existió fuera de un cuadro: la mano enguantada sobre el volante, un sombrero imposible –entre gorro de nadadora y casco futurista– y esa mirada suya, apagada, un poco displicente. Alguien ha debido de verla llegar al concierto.

****
Imagen: tomada de la viñeta, edición Librería Railowsky, Cuadernos Húnicos, 2010.

  1. Genial relato sobre el cartel de un ícono fotográfico del genial Henri Cartier-Bresson

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