Tiene los ojos de un búho. Una mirada aguda como las de sus fotografías. Desde muy pequeña, Mónika Herrán, sentada en las esquinas del salón de clases pintaba en hojas de cuaderno figuras y formas que luego, tras pasar las hojas con rapidez, adquirían movimiento, vida. Fueron los primeros fotogramas que le hicieron sentenciar a su madre, al verlos, que su hija sería cineasta. Mónika Herrán decidió que sería fotógrafa.
Su trabajo ha sido expuesto en distintos lugares del mundo y ha tenido varios reconocimientos, entre ellos, la Distinción Honorífica Humanista Eximio otorgada en el 18
Encuentro de la Confraternidad Médica Nacional en Cali (2008) y el premio
L´Avenir du Feminin de la Exposición Internacional de Mujeres Fotógrafas como parte del IV Congreso Suizo de Mujeres en Biel-Bienne, Suiza (1995).
Mónika Herrán nació en Medellín, aunque pudo haber nacido en algún hotel de Quito. Su infancia transcurrió en las playas de Acapulco, en México, en un hotel en el que trabajaba su madre, Blanca Restrepo Uribe, ceramista y escultora. Dieron en tierras mexicanas debido a las andanzas de su padre, Rafael Herrán Olózaga, aventurero y viajero, uno de los mellizos Herrán, bisnietos del General Pedro Alcántara Herrán Martínez de Zaldúa y de Amalia Mosquera y Arboleda. Luego, muy jovencita, con su madre y dos hermanas, regresa a Medellín, una pequeña ciudad para entonces en la eterna primavera de su conservadurismo y pacatería secular.
En el Búho de Barro, un taller de cerámica y espacio de encuentro, creció rodeada de un ambiente artístico. “Mi madre era una artista total, integral: hacía esculturas, dibujaba, escribía poesía, y cuadernos de viaje. Mi infancia y niñez estuvieron rodeadas de artistas. En mi casa vivimos siempre cuatro mujeres solas: mi madre, mis dos hermanas y yo. Las tres éramos hijas de tres padres distintos y siempre fue mi madre quien nos crio. Mi casa siempre estuvo rodeada de pintores, escultores, escritores, poetas, teatreros y era lo más normal vivir entre artistas. Tuve muy de cerca la influencia de la literatura. De adolescente, leí toda su biblioteca, sin censura de nada”.
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Mónika Herrán, México 1959 | Archivo Mónika Herrán
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Aunque sabemos que la cámara no hace al fotógrafo, muchos de los que inicialmente se acercaron a la fotografía soñaban con una Leica. Mónika Herrán compró su primera cámara, una Asahi Pentax K1000, en Venezuela. Tenía 19 años. Recién había terminado sus estudios
de bachillerato y se fue a trabajar a Caracas. Allí se relaciona con José Ignacio Vielma, un delineante de arquitectura aficionado a la fotografía: “Es un hombre muy sensible y fue mi primera entrada al mundo de la reflexión social. En el apartamento donde vivíamos teníamos un pequeño laboratorio de fotografía desmontable que armábamos en la cocina. Con él aprendí a revelar y copiar. Él me aconsejó comprar una Pentax. A mí me gustó mucho esa cámara y seguí trabajando con ellas. Era una cámara de precio favorable; yo no podía comprar una Leica.
De hecho, en toda mi vida, nunca he tenido una,
aunque si he tenido óptica Leica”.
La historia de las cámaras y fotografías de Mónika Herrán ha estado acompañada de pérdidas y naufragios. La primera pérdida fue la de su primer trabajo fotográfico en Caracas, cuando la contrató un italiano con el que luego se contrarió en plena labor. A raíz de esto se perdió todo el trabajo realizado para él y fue el hecho que además marcó su viaje de regreso a la casa de su madre, en Medellín.
Aquella casa, El Mojón, en Santa Elena, Antioquia, fue un lugar definitivo para la influencia y vocación artística. El grupo que frecuentaba la casa estaba conformado por artistas como Enrique Grau, Álvaro Garcés, Jaime Patiño, Silvia Arango, Juan Gustavo Vásquez, María Elena Vélez, Jaime Ethel Gilmour, Saturnino Ramírez, Santiago Echavarría, Juan Manuel Echavarría, Dora Ramírez. Varios de ellos la relacionaron con la pintura y su madre que siempre la apoyó: “Todo el tiempo le mostraba a mi madre lo que hacía y siempre me motivaba mucho a seguir creando. Ella siempre estaba de acuerdo en todo lo que inventaba con mi arte, a veces me hacía algún comentario. Recuerdo mucho que me decía: no te metas tanto en el laboratorio que eso te va hacer mucho daño, pasas más de ocho horas en el cuarto oscuro, trata de salir, de caminar más al aire libre, haz más deporte; cosas así, consejos maternales”.
Mónika Herrán y sus hermanas en Buenaventura | Archivo Mónika Herrán
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Madre y hermanas, Acapulco, 1964 | Archivo Mónika Herrán
Retrato de Banca Restrepo por Mónica Herrán Padre hermanas y madre, Acapulco 1957, Mexico | Archivo Mónika Herrán |
En el año 1981, durante la última Bienal de Coltejer en Medellín, conoce a su primo hermano, el pintor Pedro Alcántara Herrán e inicia una historia cómplice de amor y creación, que la lleva a vivir a Cali. Allí, durante tres años trabaja con el fotógrafo Fernell Franco: "Él me abrió las puertas de su laboratorio. Yo estaba recién llegada a Cali, venía de vivir en la montaña, allá en Antioquia, de tener un laboratorio muy incipiente, muy sencillo. Cuando llegué a trabajar con Fernell aprendí muchos secretos. Él prácticamente no hablaba, sino que trabajaba. Era muy silente y enseñaba con la experiencia. Todo lo que iba haciendo con él lo iba registrando como una esponja en mi memoria.
Aprendí mucho de él: a revelar mejor, a copiar con excelencia, a manejar por primera vez los papeles Ilford Gallery, como también a manejar la magia de enfriar el D-76 con hielo para lograr un grano más fino, con unos revelados mucho más largos. También a calentar el revelado a 40 grados para estallar el nitrato de plata y lograr un grano muy hermoso en los negativos. Me daba mucha dificultad empacar la película en los magacines de metal antes de meterlos al tanque.”
Su graduación, como ella lo llama, en el taller de Franco fue cuando, en 1982, el fotógrafo Hernando Guerrero llevó para revelar 40 rollos de película Ilford de Asa 400, del cubrimiento en Estocolmo de la entrega del premio Nobel del escritor Gabriel García Márquez. “Fernell me entregó todo el paquete y me dijo: Mónika, si usted quiere graduarse en aplicar perfectamente la película en el espiral, haga este trabajo. Yo le dije que no, que cómo me iba a entregar este material de un evento tan importante, pero de nada valió: tuve que hacerlo. Me encerré en el laboratorio. Las manos me sudaban. Lo hacía con mucha minucia: enrollaba, desenrollaba; tardé mucho tiempo, pero los revelé todos y aprendí la técnica a la perfección”.
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Mónika Herrán en Santa Helena, Colombia | Archivo Mónika Herrán
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En el trabajo con Fernell Franco conoció la iluminación con los óleos fotográficos. Una técnica que él había aprendido de un maestro del pueblo de donde era oriundo, Versalles, Valle del Cauca. La iluminación ahora es un término en desuso y consiste en aplicar el color: “Cuando lo conocí, Fernell estaba iluminando sus fotografías grandes de paisajes del Valle, con esa técnica. Para entonces él estaba utilizando unos colores que se consiguen todavía en los EEUU. Esos colores se llaman Marshall y son óleos fotográficos, vienen en tubos muy pequeños y duran mucho; dan una fijación de color muy grande al papel fotográfico. Se aplicaban con algodón o copitos para los oídos y se logran unos resultados muy bonitos. Se hacía sobre las copias de las fotografías en blanco y negro, o en papel mate de algodón. No en todos los papeles se fijaban los óleos. Aprendiendo esto, desarrollé una técnica, la de Kodalith, la película ortocromática de alto contraste. Esa película te daba los tonos de alto contraste, todos los tonos medios desaparecían y yo todo eso lo lograba a través de los internegativos, de los sándwiches de negativos, hasta lograr finalmente un negativo en alto contraste que ponía en la ampliadora, abajo estaba el papel y exponía mi copia en positivo contrastada”.
Cuando salió del taller de Fernell decidió trabajar en un proyecto propio. Por esa época
Cali y el autodenominado Caliwood, se concibió como un movimiento generacional en
donde el cine fue un lenguaje excepcional que marcó la época y la historia de la cinematografía colombiana. Mónika Herrán participó como actriz en la película La Virgen y el Fotógrafo de Luis Alfredo Sánchez y luego de ello participó en la producción y en la parte técnica de otras películas colombianas como El día que me quieras de Sergio Dow y A la Salida nos vemos de Carlos Palau.
La vinculación a un movimiento o una generación, según ella, no la concibe como necesaria: “viene por ósmosis, de la inquietud de cada persona. Hay gente que pasa por la vida sin saber dónde está parada y eso no es inherente a la juventud, a cualquier edad se puede uno adherir a cualquier movimiento. Ahora, claro que hay movimientos generacionales que marcaron momentos importantes, un ejemplo de esos es Cali, principalmente con el cine. El Cali que me tocó a mí, hace 39 años, era un movimiento muy fuerte. Trabajé en varias películas como técnica y actriz. La actuación no me gustó; me interesó más la tras escena, la fotografía. Considero que la fotografía como arte visual y nosotros los fotógrafos, como artistas que trabajamos en ello, podremos dar una participación muy amplia dentro del campo del cine. Tenemos un ojo fijo que podemos entrenar ahora mucho más fácil y versátil a través de los nuevos medios y así enriquecer nuestro mundo visual”.
“Era una lástima que la mayoría de los protagonistas-gestores, quienes marcaron una pauta importante en cine en Cali, terminaran adhiriéndose a Bogotá, aunque siempre dejaron la semilla. Hace unos 10 años Cali anda renaciendo, principalmente desde que empezó la carrera de cine en la Universidad Autónoma. Hay talentos tremendos y arrancó de nuevo la cinematografía en la ciudad. El legado está vigente, hay mucho talento. Cali tiene una cosa rara. Yo no sé si es el clima, la sabrosura de la ciudad, o si es la etnia que nos rodea, pues estamos rodeados por una inmensa población negra; de hecho, después de Salvador de bahía en Brasil, esta es la ciudad capital con más negritudes que tenemos en el continente americano. Tiene una mezcla muy interesante de ritmos, sabor, de muchas cosas”.
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Trasescena de El día que me quieras, dir. Sergio Dow Archivo Mónika Herrán |
Para Herrán, el cine debe concebirse siempre desde la fotografía: “un director de fotografía en una película con un mal director sale un horror porque no coinciden en el lenguaje visual. Son los fotogramas unidos los que hacen una película. Entonces, fotografía y dirección son una pareja indisoluble. Cine y fotografía son todo. Es una conjugación necesaria.”
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Con la experiencia ganada en el laboratorio de Fernell Franco y el paso por la escena cinematográfica, funda junto con Karen Lamassonne, Beatriz Torres, Mercedes Sebastián y Silvia Patiño, el Frente Fotográfico, un grupo de mujeres fotógrafas que exhibieron sus obras en galerías nacionales e internacionales. “Para la época era novedoso, nos reunimos y llevamos exposiciones a distintas ciudades del país y al exterior. En ese momento existía Berlín Oriental como capital de la República Democrática Alemana (RDA) y con Gerhard Haupt, un crítico de arte de ese país creamos una exposición para llevar a Berlín. Hicimos un rastreo de fotógrafas colombianas activas del momento y llevamos fotógrafas de muchas ciudades de Colombia. Éramos como 20 mujeres y esa muestra se convirtió en una exposición itinerante que recorrió varias ciudades de Europa en 1988. Pero fue muy duro, nos fuimos cansando y se disolvieron nuestros proyectos".
La década de los años 80 trajo paradójicamente una agudización del conflicto armado en Colombia y un intento de acuerdo de paz entre el gobierno de Belisario Betancur y las guerrillas. Las FARC crearon un brazo político para participar en las elecciones regionales y nacionales, la Unión Patriótica, y artistas y sectores de izquierda apoyaron la negociación y se adscribieron al movimiento social, mientras la derecha se radicalizó y no se consolidaba una mesa conjunta con otros grupos guerrilleros. Cuando los acuerdos se rompieron ya estaba en marcha el exterminio y la persecución contra todo el movimiento.
Por esa época el pintor Pedro Alcántara, su esposo, lideraba la Corporación Prográfica, un proyecto de taller de artes gráficas para difundir la obra de los artistas, que además contribuyó a la creación de talleres de serigrafía en otros países y en varias ciudades de Colombia. Alcántara militaba desde hacía varios años en el partido comunista y Mónika Herrán debido a su afinidad por las luchas de clases y por una sociedad más justa se afilió al partido. Junto con otros artistas hicieron jornadas por la paz en varios territorios de Colombia, actividades de toda índole y con pueblos originarios. Cuando surge la Unión Patriótica U.P., Pedro Alcántara fue candidatizado como uno de los primeros artistas en la historia de Colombia para lograr un escaño en el senado. Triunfo que logró en el año 1986 coincidiendo con el inicio del exterminio de más de tres mil compatriotas de la U.P., la única opción de participación política para la izquierda que se proponía en Colombia desde el Frente Nacional. Recuerda Mónika: “Pasamos las duras y las maduras. Salíamos escoltados, con chaleco antibalas,
armados, Pedro y yo, como también muchos otros militantes de la UP. Nos fumigaron como moscas”.
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Practica de tiro en la 3 división del ejército cuando se desempeñaba como jefe de escoltas del senador Pedro Alcántara, 1988 | Archivo Mónika Herrán
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Cuando se cerró el cerco, ambos salieron abruptamente del país con la ayuda del entonces Consejero Municipal de Cultura de París, Jacques Ralite, quien los recibió y alojó por un tiempo. Luego estuvieron viviendo en Berlín Este y Berlín Oeste. “Fuimos observadores directos y testigos de la caída del muro de Berlín en 1989. Algún tiempo después abandonamos Alemania que estaba viviendo su unificación entre la tragedia y la alegría, y llenos de contradicciones, decidimos viajar a Portugal, a Lisboa con la ayuda de la entonces agregada cultural de Colombia allá, Clara Currea de Loureiro, quien nos recibió magníficamente y nos ayudó a instalarnos”.
La llegada a Portugal marcó una etapa distinta en su vida y en la fotografía. Trabajó con el prestigioso diseñador de modas, Augustus, en un mundo que desconocía por completo. Un mundo que, según ella, “no pertenecía y al cual no volvería a pertenecer jamás. Aprendí a trabajar otros métodos, otras luces, otros manejos de cámara; el mundo de las lentejuelas”. En 1991, decidió regresar a Colombia con una militancia exclusiva en el arte, “sin problemas de seguridad y sin las afugias anteriores. Desde entonces no hemos vuelto a vivir en el exterior”
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En Plebiscito de Chile, 1988 | Archivo Mónika Herrán
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De la elección y preferencia por los dispositivos que usa para fotografiar, su afirmación es enfática: no le da mayor importancia. La elección de sus cámaras ha tenido una relación con la facilidad monetaria para adquirirlas. Ha usado Pentax, Canon, Nikon y cuando entró a lo digital, Lumix. “No he tenido cámaras superprofesionales. Yo considero que toda mi fotografía ha sido más una reflexión visual que tecnológica. Creo que, más allá de la cámara, lo que importa es el ojo; entrenar el ojo. Un ojo entrenado tiene la facilidad de trabajar con cualquier equipo. Todas las cámaras análogas tienen sus funciones básicas que dan un campo muy amplio de acción, igual que las cámaras digitales. Hay unas mejores que otras, pero realmente lo que funciona, en el caso de las análogas, son los lentes, y en las digitales, que tengan una buena resolución de captura”.
Su trabajo fotográfico nació en el cuarto oscuro y luego, a fuerza, tuvo que migrar a lo digital y reaprender. “Durante muchos años, sobre todo cuando trabajé fotografía fija en cine, me casé con el lente 35 milímetros. Es un gran angular sin aberración de espacios y de gran
calidad de foco. Da una apertura de campo bastante amplia y es muy fácil de trabajar. Con relación a los primeros planos, un 50 o lentes de aproximación. El juego de lentes era básico para cualquier maletín de cualquier fotógrafo. Ahora no trabajo con lentes intercambiables, sino con cámaras con lentes fijos de amplia capacidad. Es decir, desde 35 milímetros hasta 400, que ya está incorporado a la cámara. Me quité el problema de encima de estar cargando lentes y andar con maletines pesados. De hecho, ahora ya me canso mucho de brazos y espalda. Después de estar trabajando con tantos equipos tan pesados; yo andaba con dos maletines, dos juegos de cámara, diez lentes y trípode, me quité ese peso de encima y he aprendido a trabajar con fórmulas para trabajar de manera sencilla y práctica”.
Del tiempo de los maletines pesados pasó el segundo naufragio y pérdida de su equipo fotográfico en el río Caguán. Llevaba una Pentax electrónica y dos cámaras Nikon F2, siete lentes, grandes angulares, teles, 50 mm, 35 mm, película BN, película color en negativo y película para transparencias, exposímetros manuales. Llevaba filtros y trípode. Era el año
1985, una curva cerrada y un conductor ebrio ocasionaron que la lancha se volteara y que los pasajeros se hundieran: “cuando logré tomar el equipo, me hundí al fondo del río sin soltar el maletín. Una vez que se me acabó el aire, lo solté y logré salir a la superficie. Había perdido todo, menos la vida, el resto de los náufragos iban río abajo. Ese aciago día, un joven baquiano que iba nadando frente a mí fue tocado por una anguila eléctrica de agua dulce que lo mató de inmediato. Apareció kilómetros más abajo a los 3 días”.
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En su experiencia con el laboratorio el formato con el que trabajaba era de 50 x 60. “Trabajé mucho los internegativos y películas ortocromáticas, en Kodalith, la marca Kodak de ese momento, para eliminar los tonos medios y lograr películas de alto contraste. Cuando hacía copias en papel fotográfico de rollo, lo que hacía era que me ponía un traje de baño, empapaba con esponja el papel en el piso del laboratorio y prácticamente bañaba el piso con la esponja. Así revelaba, aplicaba el fijador, lavaba. El laboratorio quedaba caótico y yo quedaba oliendo a químico durante una semana”.
Para los fotógrafos que se forjaron en la fotografía análoga la transición a lo digital habrá creado resistencias o aperturas en el trabajo. En el caso de Mónika Herrán se dio de manera
paulatina y de forma autodidacta. Su trabajo en el cuarto oscuro se realizó durante veinte años constantes. Era laboratorista en su propio trabajo, manejaba todos los formatos y hacía todos los revelados. En el 2001 cuando nace Cali Ciudad Visible, un proyecto para contar la ciudad, en el que participaron 471 fotógrafos y se escogieron 2 400 fotos que reconstruyen la memoria de la ciudad, Mónika Herrán toma la determinación de abandonar por completo su laboratorio: “Mi laboratorio se llenó de negativos de todos los caleños; estaba invadido de cajas. En ese momento, viendo todo ese material que tenía que trabajar, decidí cerrar el cuarto oscuro y pasar definitivamente a lo digital. Y así pasé al cuarto claro; el cuarto que era negro, lo pinté de blanco y empezó la nueva era”.
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Con la ampliadora | Archivo Mónika Herrán
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Antes de ese proyecto los cambios se iban dando a pasos lentos: “La transición hacia lo digital fue muy difícil. La respuesta de la cámara digital en ese entonces era muy lenta. Tenía un tiempo de captura (lag time), muy lento, cosa que ahora es prácticamente imperceptible. En ese momento, yo que estaba acostumbrada a disparar tan rápido con mi cámara análoga, resultaba que con la digital esto era realmente imposible por lo lento del proceso. Era desesperante. Cambió la forma de tomar las fotos; mientras que con la cámara análoga era disparar y disparar y disparar. Era como pasar a otro lenguaje, era como aprender otro idioma que no sólo era la toma de la captura, sino que además ya no había rollos que revelar. Había que convertir lo digital a imagen y trabajar a través de los sistemas de fotografía digitales”.
Mónika recuerda con nostalgia cuando en el año 99 leyó en la prensa ese anuncio: “Kodak cerraría por completo la producción de película de rollo”. El mismo anuncio mencionaba que sólo mantendría activa la filial de México. “Recuerdo que lloré mucho, como durante tres días seguidos. Además, empezaron a escasear los químicos. En Cali siempre escaseaban, todo lo traíamos de Bogotá. Pero a partir de ese momento todos los materiales empezaron a escasear y todo era más difícil y costoso”.
Con su decisión de aprender lo digital donó todos sus equipos a una fundación recién creada. Entregó todo menos sus negativos. Dejó solamente una ampliadora, a modo de recuerdo, una Opemus 6. En su cuarto claro dejó “un rinconcito donde
funcionó durante un tiempo el cuarto oscuro y le respeté un pequeño espacio negro. Nostalgias positivas, ¡sin dolor!”
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De la serie Las gordas de Pance | Mónika Herrán
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Desde entonces trabaja en sus computadoras. Primero empezó con una Tandy 1000 y luego, poco a poco, se fue relacionando con el Photoshop. “La tecnología abruma si no se tienen las ideas claras y algo concreto que decir; yo puedo decir mucho con una insignificante cámara y un pequeño portátil. Hay muchas herramientas, tantas que tú no puedes ensayarlas todas; es decir, no puedes hacer fotos con todo lo que tiene el Photoshop, hay que crear un estilo, buscar un lenguaje, tener cosas muy concretas en la cabeza, afinar las ideas. Teniendo un lenguaje propio puedes usar herramientas muy concretas para hacer lo que quieres. Hay mucho, el programa ofrece demasiado, pero hay que saber cómo usarlo en función de un lenguaje propio. No se puede pretender tener 50 cámaras, por ejemplo, y con cada una hacer una cosa distinta, no. Hay que pensar en el lenguaje personal, qué quiere transmitir ese lenguaje y con qué herramientas tecnológicas lo vas hacer”.
¿Qué se encuentra en el Photoshop que no estaba en el laboratorio? Mónika es enfática: “La inmediatez. Por ejemplo, con la película ortocromática, que es el alto contraste, yo me tardaba con los internegativos y los sándwiches de internegativos cuatro o cinco horas y ahora en tres segundos lo hago en Photoshop. La inmediatez, la forma más rápida de hacer las cosas”. Sin embargo, según Mónika Herrán, en lo digital no se podrá encontrar la magia que da el laboratorio: empezar a ver la imagen lentamente. “Como cuando uno movía la mano para dar más o menos luz en la imagen que se está ampliando, para cubrir las zonas, las plantillas que usabas, los químicos. Yo huelo un químico fotográfico y me emociono. Inclusive cuando como ensalada, con ácido acético, el vinagre, me acuerdo de mis laboratorios porque cuando se acababa el químico usaba el vinagre de la cocina, claro, me tocaba echar medio frasco para que funcionara el baño de paro”.
“El laboratorio es una maravilla: la magia de la luz roja. Ese era un espacio sagrado, se detenía el tiempo y pasaba de todo. Ahora ya no pasa en lo digital, el tiempo no se detiene, todo es muy rápido. En el cuarto oscuro se detenía el tiempo y el razonamiento, pensar las cosas, equivocarse, hacer las pruebas de diferentes exposiciones: cinco segundos, diez segundos, quince, veinte; ver qué funcionaba, todo era una maravilla. Hacer trampas de luz, velar los papeles, es decir, dejarlos afuera. A veces, en las jornadas tan largas, se me quedaba un papel por
fuera y se exponía, entonces los rayaba ya expuestos y cuando los revelaba me quedaban unos efectos maravillosos. En fin, una cantidad de cosas, planeadas o no, que ya no se pueden hacer. O quizá sí se puedan hacer, no sé. Pero era otro lenguaje, otra disciplina, otra mecánica. Yo añoro mucho el olor”.
“Ahora hay muchos jóvenes que están retomando lo análogo. La película, el papel y casi todos los elementos para el laboratorio se están produciendo y comercializando de nuevo. Las cámaras se están vendiendo y comprando a unos precios muy altos: “Hay una nostalgia de los jóvenes que no alcanzaron a conocer esa mecánica análoga y están volviendo a eso. Creo que todo es cíclico: el pensamiento, la filosofía. Y es necesario que pase. Considero que es absolutamente necesario que un fotógrafo se acerque a lo análogo. Tiene que serlo, porque es reconocer la historia, saber quiénes somos, reconocer el pasado. Saber el origen de la cámara, su historia, cómo funciona la captura de la luz, cuál es la relación de la cámara con el ojo humano. Hay que pasar por ahí, es la historia y si se puede tocar esa historia, si se puede tener acceso a un químico, a una ampliación, a rebobinar un rollo en un espiral, a agitarlo, a saber cómo se comporta la película, es lo ideal. Así no se quede ahí, hay que conocer cómo funciona o funcionaba. Los jóvenes que están empezando a disfrutar la magia de la fotografía, todo el aprendizaje sería más mágico si conocen la historia y si la pueden palpar, tocar, experimentar. A todos los alumnos que he tenido les enseño la historia. Hacemos experimentos, ya no de laboratorio, pero sí se los explico, del comportamiento de elementos y materiales”.
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Ver: Galería Cuarto oscuro, Cuarto claro
Te adoro Monica lindo tu trabajo fotográfico como tu eres otra flor
ResponderEliminarLuigy
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